Quiero en este texto reflexionar sobre el afecto de la vergüenza en tanto afecto que se manifiesta en conexión con el estallido de la guerra en Ucrania, de meses atrás. A su vez, quiero relacionar este trabajo con la política del psicoanálisis, porque el eco de dicho suceso fue contemporáneo y está basado en mi intercambio con los colegas con los que estuve trabajando en el cartel del laboratorio internacional de política del psicoanálisis: Cora Aguerre, David Bernard, Philipp Madet y Vera Pollo. Para mí, hablar de la política del psicoanálisis resulta inseparable de la pregunta por su ética, cuestión íntima y que no debe ser equiparada con la moral; a pesar de su carácter, la ética nunca es un asunto individual. El horizonte de la pregunta ética es siempre el del acto.

 

La guerra afecta a todos de una manera íntima y todos quedan marcados por ella, aunque sea indirectamente a través de la historia de sus ancestros. Esto es sin importar de dónde uno venga o dónde viva, porque las guerras se repiten en todas partes. Pero por la intimidad mencionada – y esto intento desarrollar en este trabajo– es más fácil para mi compartir mis pensamientos gracias a una distancia geográfica y cultural.

 

Por supuesto, el problema de la relación entre la guerra y la vergüenza es muy amplio. En este trabajo organicé mi enfoque y abordaje del tema en torno a cierto eje. Tomo como punto de referencia el texto escrito por Freud seis meses después del comienzo de la Primera Guerra Mundial, titulado “Consideraciones contemporáneas sobre guerra y muerte”. Su primer párrafo describe el tipo de estado emocional que nos afectó al comienzo en Polonia: falta de claridad, falta de esperanza, confusión, incapacidad para evaluar el significado de los eventos en un mundo carente de saber.

 

No hay guerra en territorio polaco, lo que nos hace sentir relativamente a salvo, y ciertamente nos considerarnos afortunados cuando comparamos nuestro destino con el de Ucrania. Ante la presencia de la guerra, la posibilidad misma de pensar, es decir, de tener tiempo para reflexionar, parece un privilegio. A medida que pasa el tiempo seguimos simplemente viviendo nuestra vida, nos dedicamos a otras cosas y nos olvidamos, al menos parcialmente, de esta desgracia. Ahora bien, no solo es la distancia espacial, geográfica y lingüística del contexto la que me permite esta reflexión, sino también la distancia temporal. Frente a algo tan real como el presente del estallido de la guerra y la crisis de los refugiados, ante a una situación que exige en primer lugar acción, sentí cierta resistencia –¿o me dio vergüenza?– precipitarme con alguna reflexión crítica y ciertamente no consideré que articularla fuera apropiado o útil. Que uno está en contra de la guerra es una banal evidencia, como lo es el hecho de que en determinada circunstancia– y sólo desde la posición de ser sujeto– se puede reconocer la necesidad del combate. Sin embargo, como no soy ni política ni periodista, en este artículo no me preocupo por la reflexión que implicaría una evaluación de los acontecimientos o de las acciones políticas. Este texto es un intento de dar cuenta de los inicios mismos del estallido de la guerra en nuestro país vecino, en la medida en que este tiempo pueda enseñarnos algo sobre el sujeto desde el punto de vista del psicoanálisis.

 

Comencé diciendo que pensar parece cierto lujo y que es un privilegio tener tiempo para reflexionar y no verse obligado a luchar por la supervivencia. Pero ¿qué es pensar? En los momentos en que el miedo sobre el posible giro de los acontecimientos estaba en su apogeo, incluso las peores visiones de repente parecían aceptables. No es fácil transmitir cómo un evento, amenazantemente cercano y aún a una distancia segura, expuso la urgencia del pensamiento, la desnudez de su aspecto imaginario y su extraña insuficiencia. Me refiero a lo que llamo “visiones” o imágenes en la febril anticipación del futuro. Las diversas imágenes –huir del país, construir búnkeres, tener que usar armas, dispararle a otro ser humano– que la gente empezó a evocar y que normalmente eran imágenes abstractas de las que se hablaba en ese sentido con alguna resonancia infantil, cambiaron su estado acercándose a lo real. Desde la infancia todos conocemos este aspecto del habla, su rostro imaginativo y seductor y la dosis de deleite que nos proporciona a través de las imágenes que las palabras ponen en movimiento. Bueno, incluso ese deleite, frente a lo real desconocido de la guerra, de alguna manera se había vuelto más humilde.

 

El texto de Freud al que hice referencia comienza con el siguiente párrafo: “Envueltos en el torbellino de este tiempo de guerra, condenados a una información unilateral, sin la suficiente distancia respecto de las grandes transformaciones que ya se han consumado o empiezan a consumarse y sin vislumbrar el futuro que va plasmándose, caemos en desorientaciones sobre el significado de las impresiones que nos asedian y sobre el valor de los juicios que formamos.” (1915, 277)

Freud da cuenta de la confusión y desorientación, escribiendo en Austria seis meses después del estallido de la guerra. No escribe sobre la vergüenza, sino sobre la falta de claridad en el valor de los juicios que formamos.

Aquí quería compartir algunas ideas sobre la vergüenza, su aspecto imaginario en relación con la opinión y el juicio propio. Por supuesto que uno puede sentirse un poco avergonzado cuando la propia opinión resulta ser incorrecta. Uno puede sentirse avergonzado cuando lo sorprenden entregando el narcisismo de las palabras vacías a la facilidad o despreocupación de las opiniones que formula. Opiniones que cuestan muy poco y no tienen mucho sentido pronunciadas desde la posición de alguien ajeno a la realidad en cuestión, alguien que no está directamente afectado por ella. Uno puede avergonzarse, como decimos en polaco, “por alguien”, en nombre de alguien que no tiene vergüenza[2]. Como ciudadanos podemos avergonzarnos de los políticos que supuestamente nos representan, y como personas podemos avergonzarnos de otros –conocidos cercanos o lejanos– que hacen declaraciones descaradas, estúpidas o irreflexivas. (He observado pronunciamientos y reacciones precipitadas de personas que viven fuera de Polonia, más al oeste de Ucrania, afirmando, por ejemplo, que no hay motivo para volver a Polonia. Ante la guerra, los pensamientos de emigración y de quedarse en el país adquieren un carácter completamente nuevo y se someten a una reevaluación subjetiva. No olvidemos lo que tardó Freud en dejar su amada Austria antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Extraigo una simple lección de precaución de esta experiencia, no suponer que uno puede saber demasiado por adelantado sobre la realidad de otro).

 

En una época donde la llamada democratización del acceso al saber se convierte en realidad en un flujo constante de información, todos sucumben a la presión de esta ilusión de que pueden ser expertos en cada tema urgente. Y esta dimensión banalmente narcisista se aplica tanto a la vergüenza ante la ya mencionada indiferencia de las opiniones pronunciadas, como a cierta vergüenza cuando se sorprende con la propia ingenuidad – ¿cómo es que no había previsto que esta guerra estallaría?–. Noto que en discusiones recientes sobre la política del psicoanálisis dentro de nuestra comunidad a menudo nos hemos referido a la posición cautelosa de Lacan, en el sentido de que rara vez comentaba directamente los acontecimientos políticos contemporáneos. Quizás sería más exacto decir que rara vez expresó sus opiniones e intentó leer estos eventos como uno lee el síntoma[3].

 

Así la vergüenza parece ser bastante versátil y su aspecto social es muy claro. Frente a la guerra se impone otra formulación: uno puede avergonzarse de tener vergüenza y de llamar la atención, en lugar de simplemente callarse y/o hacer algo.

 

En efecto, es en relación con la acción, con un hacer o con un acto, que el afecto de la vergüenza puede transformarse y renombrarse para convertirse en la llamada virtud del pudor. Citando a Lacan habló del pudor (pudeur) como virtud, lo que implica siempre algún tipo de actividad (aunque en su variante más modesta esta actividad se limite a una actitud). En francés, hay dos palabras diferentes: vergüenza (honte) y pudor (pudeur)[4]. Propongo que coloquemos la vergüenza del lado del ser y el pudor del lado de la acción. La guerra plantea preguntas sobre nuestro ser y sobre la acción de una manera bastante radical y las mismas preguntas están presentes, de una manera radical en la experiencia del psicoanálisis. Diría que hay momentos en que a la luz de la guerra toda actividad humana –sacada del margen de la pura destrucción– parece marcada tanto por la modestia como por la necesidad.

 

Vuelvo al pensamiento de Freud en el texto mencionado. Freud no se hace ilusiones en lo que respecta a que las guerras son una parte inevitable de la civilización. No obstante, examina la forma en que causan sufrimiento al tiempo que enfatiza que escribe sobre el sufrimiento de aquellos que no están luchando en el frente. Y opta por analizar dos factores que contribuyen a esta miseria. Uno es el desengaño, el derrumbe de una ilusión provocada por la guerra, y el otro es la forma en que las guerras exponen nuestra actitud ante la muerte, que suele permanecer oculta, por no decir reprimida.

 

 

En primer lugar, ¿cuál es la ilusión en cuestión? Freud escribe que uno no tiene que ser un hombre sentimental o ingenuo, que uno puede saber que el sufrimiento es parte de la vida y que las guerras han sucedido desde siempre. Sin embargo, junto a esta creencia está la esperanza de que hemos alcanzado cierto nivel de desarrollo “...esperábamos que las grandes naciones de raza blanca dominaran el mundo (por supuesto, Freud puede escribir de esta manera sobre la raza en 1915 creyendo él mismo en la civilización europea) sobre los que había recaído el liderazgo de la especie humana y que se sabía que tenían intereses mundiales en su preocupación, para lograr descubrir otra forma de dirimir malentendidos y conflictos de interés” (1915, 278 y ss.). Se describe un sentido implícito de comunidad entre algunos países, aquellos que compartían cierto nivel de condiciones de vida y profesaban el valor de la vida humana individual. Nuestro tiempo es diferente al de Freud y hay mucho que decir sobre la continua expansión del capitalismo global, aunque no me detendré en eso. Como señaló el propio Freud hace más de un siglo, esta comunidad cultural y económica bastante real entre países civilizados se ha convertido en un factor de nuestra forma de vida. Ha influido en la forma en que vivimos, en la que trabajamos, e incluso en nuestros placeres, los placeres que obtenemos de los viajes, de la cultura, del arte. Esta comunidad está de alguna manera asumida en nuestros estilos de vida, en nuestro tiempo, incluso más que en el tiempo de Freud. El colapso de la ilusión provocada por la guerra se debe a la fragilidad de esta comunidad.

 

Freud fue un buen escritor y debo decir que me sorprendió algo que resuena de manera bastante literal en el texto. Me refiero al pasaje en el que describe la variedad y riqueza de las hermosas vistas que nos ofrece el pasear libremente: mares de azul y gris, picos montañosos nevados, la magia de los bosques del norte y el esplendor de la vegetación del sur, la grandeza de los lugares históricos, el silencio de la naturaleza virgen, pero también los placeres de la cultura, el pasear por galerías de museos, etc. Nuestra suposición de existencia de cierta libertad y comunidad cultural da forma a las ideas sobre las posibles experiencias que nos esperan y, para decirlo con valentía, da forma a lo que podemos soñar. Freud logra captar esto. Así podemos entender que un hecho real como la guerra puede sacudir nuestra imaginación. Viola lo que podemos esperar por tipo o estilo de vida, así como las aspiraciones que son posibles y apropiadas en un momento dado. No olvidemos que sin esta dimensión –y aquí estoy haciendo un paralelismo deliberado entre la imaginación y el registro imaginario–, es decir, sin imaginación, no sólo es imposible soñar, sino que también es imposible tener una idea o una representación del futuro.

 

A veces, haciéndo eco de lo real de la guerra, surgen estados en el sujeto que se conocen como ataques de pánico. Desde un punto de vista clínico, estos siempre implican la incapacidad total del sujeto para imaginar un “después”, son la forma máxima de ansiedad e incapacitan la posibilidad de solicitar algo más allá del presente desnudo, donde el futuro y margen de libertad posible son inaccesibles. Por la misma lógica un ataque de pánico puede tomar la forma de una creencia arraigada con certeza en síntomas del cuerpo de que uno está a punto de morir. Por decirlo de otro modo, a punto de perder para siempre su futuro. Entonces las personas que no son combatientes y no son víctimas directas de la violencia también pueden verse afectadas por la guerra de manera íntima. Porque lo que es posible, lo que conviene y lo que se puede esperar, ya no es seguro. Y lo que es posible implica tanto las aspiraciones como los placeres del sujeto: elegí específicamente un pasaje en el que Freud describe los paisajes como promesas de placer que, al menos hipotéticamente, están disponibles en circunstancias ordinarias. Al afectar los placeres imaginados, la guerra afecta nuestro goce.

 

Lo que encontré como valioso en la experiencia del estallido de la guerra en nuestro país vecino es la forma en que se expuso desde entonces un tiempo común de ignorancia, un tiempo precario de suspensión y de incomprensión. Surgieron varias verdades humanas por la reacción, y estas verdades y reacciones fueron cambiando. Esta vez, la incomprensión inicial reflejó el mecanismo descrito por Lacan en el relato de los tres prisioneros: es el hecho de observar las reacciones y vacilaciones de los demás lo que hace que el sujeto se dé cuenta de que está buscando una respuesta y esto le permite contenerlo en un acto conclusivo.

 

Al margen del discurso político oficial, que siempre trata de hacer de la verdad algo total, se pueden observar momentos de certeza individual, uno a uno, en muy diferentes actos que antecedieron a cualquier decisión del gobierno de arriba hacia abajo, y que, para decirlo sin rodeos y muy generalmente, intentó afirmar la vida. Ya sea organizando varios tipos de ayuda directa, o colectas de fondos a través de conciertos y fiestas, o simplemente disfrutando pasar tiempo con sus seres queridos, cualquiera sea la forma, este período se caracterizó por una claridad de modesta satisfacción que ni siquiera puede ser nombrada.

El estallido de la guerra fue ciertamente un estado de excepción, una emergencia que sustituyó por completo el problema de la pandemia. Afectó nuestra forma de percibir y experimentar los lazos sociales. Utilizo esta formulación sobre el “estado de excepción” de manera bastante amplia, aunque no sin razón fue el filósofo Giorgio Agamben quien la introdujo para señalar que en nuestros tiempos las medidas extraordinarias impuestas por el Estado se habían convertido en un medio repetitivo de justificación de la imposición de la ley sin ley. En efecto, el estado de emergencia se ha convertido en un estado permanente imperceptible, y en una nueva forma de ejercer el poder. Es solo aparentemente excepcional y el problema, según Agamben, es la instalación oculta de la anarquía. No obstante, mi pregunta alineada a esta crítica se refiere a los lazos que formamos en estas condiciones: ¿son simplemente solidaridades muy frágiles? Lejos del campo de batalla y lejos de la escena política oficial, en el contexto de solidaridad sobre la que escribí, ¿es sólo la fraternidad la que se basa en la segregación? Este es uno de los comentarios más famosos de Lacan sobre la fraternidad: “Sólo conozco un origen de la fraternidad [...], es la segregación". Y añade: “Incluso no hay fraternidad que pueda concebirse si no es por estar separados juntos, separados del resto, no tiene el menor fundamento científico” (Lacan, 1969-1970, 121).

 

Bajo condiciones de guerra es obvio que nos unimos contra el enemigo. Por supuesto, dicha segregación también entra en juego en los actos de ayuda. Este problema surgió con bastante rapidez debido al prejuicio del estado polaco de ofrecer asistencia a los refugiados no blancos que llegaban de Ucrania sin la ciudadanía ucraniana, sin mencionar la vergonzosa crisis previa en la frontera con Bielorrusia.

 

Sin embargo, con respecto a la ayuda y la solidaridad del comienzo de la guerra de Ucrania, hubo actos que fueron singulares y mucho más silenciosos en su certeza, y por ello recordé el texto temprano de Lacan, “La agresividad en el psicoanálisis” (1949). Escrito en 1948, este texto evoca una fraternidad muy diferente y discreta. ¿Qué significa eso? Ciertamente no es la fraternidad que se muestra o que se manifiesta con slogans y que se puede proclamar abiertamente. En este texto Lacan utiliza el término para describir el vínculo entre el psicoanalista y el analizante. Es un vínculo que no se basa en la empatía, sino que encuentra su expresión en el acto. Esta fraternidad discreta exige, en efecto, cierto desapasionamiento[5], que no es ni una emoción imaginaria de frialdad ni ciertamente la de una cruda crueldad. Es lo que evoca el acto. Y, por supuesto, este horizonte del acto en psicoanálisis es el del síntoma, y tiene como referencia aquello en lo que todos somos iguales –como hermanos o hermanas– y que todos aborrecemos como seres parlantes. Es decir, lo real.

 

En polaco, la discreción generalmente tiene la connotación de silenciar algo y, por lo tanto, indica tacto y ocultación. En francés e inglés esto es distinto ya que revelan otra riqueza de la palabra. No sé cómo es en castellano, pero trato de aprovechar los descubrimientos que surgen de este movimiento constante entre idiomas[6]. En francés, pero especialmente en inglés, la discreción, además del tacto o la modestia de medios, describe el derecho exclusivo de libertad para decidir cómo actuar en una situación dada. Y el latín discretio significa separación. Así, la discrecionalidad indica el carácter separativo del acto.

 

Es posible que se haya oído hablar de la solidaridad mostrada por los polacos en respuesta a la ola de refugiados. Me gustaría enfatizar una vez más que no me refiero a la política general de nuestro país hacia los refugiados, que en ocasiones fue vergonzosa e inmensamente enredada. Me refiero a las acciones de las personas que precedieron a cualquier solución y respuesta política. Una de las cosas que más me llamó la atención durante ese período inicial de crisis fue la instrucción que circulaba por Internet para aquellos que querían ofrecer ayuda, y en la que el consejo era precisamente el de un desapasionamiento y la discreción. El consejo era no asumir que podíamos o debíamos identificarnos con el otro, sino abrazar la otredad y el carácter inimaginable y, por lo tanto, real de lo que constituye su experiencia. Pero también asumir activamente la necesidad de anticiparse a la urgencia de la demanda, ofreciendo lo más básico para que quienes ya están tan reducidos a la dimensión de la necesidad no carguen con el peso adicional de tener que pedir, por ejemplo, comida.

 

Vuelvo al texto de Freud. Otro factor de vergüenza activado durante la guerra es el protagonismo de la infantilización a la que todos estamos sujetos como ciudadanos del Estado, obedientes a sus leyes. Sin embargo, durante la guerra, como escribe Freud, el ciudadano adquiere repentinamente claridad sobre algo que solo a veces sospechaba: el estado prohíbe a los individuos cometer el mal, no para erradicarlo, sino para tener el monopolio sobre él (1915, 281). Un estado en guerra impone la máxima obediencia a sus ciudadanos, mientras los infantiliza a través del excesivo ocultamiento y censura de noticias y opiniones. Esta forma de obediencia se aplica a los ciudadanos más allá de las líneas del frente que, combinada con el ocultamiento infantil de la información, puede compensar la frustración o la vergüenza que uno siente “por” su país.

 

De manera más cruel esta exigencia de obediencia se aplica, por supuesto, a aquellos que son combatientes. David Bernard, en una ponencia sobre Deseos y resistencias[7] abordó el tema de la obediencia radical, cuando el sujeto es enajenado y reducido a lo que el Otro le exige[8]. Recordó que los soldados nazis, por ejemplo, fueron obligados a cometer algún acto íntimo y horrible al comienzo de su servicio. (Yo misma he oído que los obligaron, por ejemplo, a matar a su propio perro, que es probablemente uno de los ejemplos más leves). Esto se hizo para que ya no pudieran reconocerse en este acto. Y la violencia de la “vergüenza infligida”, hasta la obscenidad, consiste en desgarrar la imagen del sujeto, el que, perdiendo el sentido de su identidad íntima, sería así capaz de la máxima obediencia.

 

La escritora bielorrusa Svetlana Alexievich abordó en su libro War's Unwomanly Face el silencio de las mujeres y su peculiar falta de discurso sobre la guerra, especialmente en la Segunda Guerra Mundial. Un silencio que persistió junto a la repetición habitual (también por parte de estas mujeres) de las narrativas masculinas, es decir, según esta autora, de historias de muerte y combate universales e idealizadas. Y esto fue a pesar de que las mujeres habían participado durante mucho tiempo en las guerras y no solo como enfermeras, sino también peleando y matando. Alexievich pasó siete años recopilando historias de mujeres en la antigua URSS. Una de sus observaciones se refiere a algo obvio, lo que no quiere decir irrelevante, a saber, la incompatibilidad de los roles desempeñados “allí”, en la guerra del tiempo y “aquí”, es decir, en la vida normal. Esta incompatibilidad es, según ella, uno de los factores que contribuye al silencio. Durante la guerra, la conciencia, que según Freud es “angustia social”, sufre una transformación: se conmueven lo permitido, lo requerido y lo posible. Pero no se trata solo del colapso de lo posible: esto afecta a su vez a las imágenes y los futuros imaginados mencionados anteriormente, que también son componentes del placer proyectado y que crean la realidad psíquica. Es el resquebrajamiento de la conciencia debido a lo que se vuelve posible o incluso necesario: actos violentos y obscenidades horribles, generalmente prohibidas, en las que las personas participan de repente, colectivamente y durante un largo período de tiempo. Así, como escribe Alexievich, “la guerra es una experiencia demasiado íntima” (1988).

 

Mientras trabaja en “Escritos sobre la guerra y la muerte”, Freud aún mantiene cierta distancia y humor que le permite formular un consuelo irónico. Nuestros vecinos, si bien cometieron actos monstruosos durante la guerra, no cayeron tan bajo como pensamos, y esto es porque nunca estuvieron tan alto como soñamos. En este consuelo está incluido el descubrimiento de la existencia de los impulsos que operan fuera de las categorías morales del bien y el mal y la ambivalencia fundamental del sentimiento oculto en todo ser humano. Esta es quizás una forma sencilla de entender por qué Lacan afirma que el revestimiento del psicoanálisis es la vergüenza (1969-1970, 195 y ss.). Revestimiento sí, pero añadiría que la vergüenza no es su última palabra. Y también vale la pena señalar, o al menos eso leí en Freud, que si las pulsiones están fuera de la moral están tanto fuera de la categoría del bien como de la del mal.

 

El segundo factor de sufrimiento causado por la guerra Freud lo convierte en algo positivo. La guerra nos obliga a dejar de negar nuestra mortalidad y a dejar de ver la muerte como un hecho accidental. Es difícil decir que la mortalidad está cubierta por la negación en la psique humana. No podemos concebir nuestra propia inexistencia; no tenemos representación de ella. En el inconsciente, donde todo puede coexistir sin contradicción, tampoco hay negación. (Señalo al pasar que este es uno de los supuestos para rastrear el inconsciente real ya en la doctrina freudiana.) Y por lo tanto no hay representación de la muerte como tal, aunque soñemos con la muerte o muriendo. Pero aquí está el problema: inconscientemente asumimos que somos inmortales. Exponer la finitud de la vida humana es, según Freud, lo que hace que la vida vuelva a ser interesante. Y más aún: se vuelve más tolerable por ello. Y tolerar la vida, Freud lo considera un deber de los seres vivos. Al dicho “si quieres conservar la paz, ármate para la guerra” añade “si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte” (1915, 301).

 

El seminario El reverso del psicoanálisis termina con una lección en la que Lacan habla mucho de la vergüenza. Introduce la noción de “morir de vergüenza” y complejiza la relación entre vergüenza, vida y muerte. En la frase “morimos porque no morimos de vergüenza”, describe lo que en realidad es la experiencia más común. Agrega que fácilmente olvidamos que la muerte es algo que puede o no ser merecido, como si hay cosas por las que vale o no la pena morir. La vergüenza está relacionada con la necesidad de vivir y rara vez nos lleva a la muerte. Así, uno de los deberes del psicoanálisis podría ser no negar, sino reconocer, y a través de ese reconocimiento ir más allá del afecto de vergüenza. Para finalizar, compartiré un extracto de una entrevista con la autora que ya he citado, Alexievich[9].

 

Lo más difícil para ellas [las mujeres] no era hablar de la muerte, sino de la vida en la guerra. Sobre cómo caminaban en el calor, durante la menstruación: tropas femeninas al frente, hombres detrás. Tuvieron la suficiente decencia para no darse cuenta de las piernas ensangrentadas y las marcas en la arena. Pero las mujeres estaban abrumadas por una terrible vergüenza. Comenzó el bombardeo, los hombres se refugiaron en el bosque, mientras corrían hacia el río para lavarse. Muchos de ellos murieron en esa agua. Cuando se publicó mi libro en Rusia, inicialmente en fragmentos, todo el mundo estaba en contra. Las historias de las mujeres rompieron dos cánones de percepción de la guerra: el soviético y el masculino. Los censuradores preguntaron: “¿Por qué escribes sobre la menstruación? ¿O sobre mujeres que andan en pantalones? ¿Por qué no escribes sobre combate y heroísmo?”. Y a mí, una señora, cuando le preguntaron qué fue lo más horrible que pasó durante la guerra, respondió: "¿Crees que fue morir? No, caminar durante cuatro años con pantalones de hombre”.

 

Traducción del inglés: Rodrigo V. Abínzano

 

Bibliografía


--Alexievich, S. (1988). War’s Unwomanly Face. Progress Publishers.

-Freud, S. (1915). De guerra y muerte. Temas de actualidad. Obras Completas, vol. XIV. Buenos Aires: Amorrortu, 2007, pp. 275-301.

-Lacan, J. (1949). La agresividad en psicoanálisis. Escritos 1. Buenos Aires: Siglo XXI, 2008.

-Lacan, J. (1969-1970). El Seminario. Libro XVII: El reverso del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós, 2012.



[1] El texto se basa en la conferencia presentada el 23 de septiembre de 2022 por invitación de Clara Cecilia Mesa como parte del ciclo "El psicoanálisis frente a la guerra" de la Asociación del Foro del Campo Lacaniano en Medellín.

[2] Homólogo funcional a la expresión castellana “vergüenza ajena”. (NdT).

[3] Así lo evocó David Bernard en una presentación del cartel ILPP titulada “La Dominación del Saber”, durante el Encuentro Internacional de la IF-SPFLF en Buenos Aires el 14 de julio de 2022

[4] También puede traducirse por “modestia”. Preferimos “pudor” en este caso por la proximidad con la vergüenza. (NdT.)

[5] Esta observación se la debo a mi colega Rosie Guitart-Pont en el artículo: www.tupeuxsavoir.fr

[6] En castellano “discreción” responde según la RAE a distintas definiciones: sensatez para formar juicio y tacto para hablar u obrar; don de expresarse con agudeza, ingenio y oportunidad; reserva, prudencia y circunspección. (NdT.)

[7] Presentado como parte del ciclo "El Psicoanálisis Frente a la Guerra" de la Asociación del Foro del Campo Lacaniano en Medellín el 23 de julio de 2022.

[8] En este contexto, la resistencia como rechazo sería inherente al factor separativo del deseo, que nunca puede reducirse a una demanda y a través de la cual el sujeto se separa del Otro.

[9] Wstyd gorszy niż śmierć (La vergüenza es peor que la muerte), entrevista con Svetlana Aleksievich para la revista "Rzeczpospolita", publicada el 2 de diciembre de 2010 www.archiwum.rp.pl



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