Un inicio
Con qué frecuencia
escuchamos decir que un analista debe estar a la altura. A la altura de la
época, a la altura de las circunstancias, a la altura del psicoanálisis, a la
altura de su rol en la ciudad de los discursos, a la altura de los
acontecimientos. Siempre a la altura.
Qué notable es esta
tendencia en nuestra época –quizás no sólo en la nuestra–, de que un analista
tenga que estar a la altura de algo: “Los psicoanalistas como cuerpo
representado quieren absolutamente estar del lado correcto” (Lacan, 1967a, p. 22).
¿No es acaso esta una buena expresión para definir a algunos analistas en sus
comunidades analíticas? ¿Hasta dónde podremos ir con la intención de querer “estar
a la altura”? Me gusta la forma en que Lacan lo dice: “Debo decir que los
psicoanalistas han sido muy sensibles a esto, y por eso se ocupan de otras
cosas. Nunca más escucharán hablar de sexualidad en los círculos psicoanalíticos.
Cuando se abren las revistas de psicoanálisis, se observa que son lo más casto
que hay, ya no se cuentan las historias de alcoba” (Lacan, 1967a, p. 32). Estar
a la altura puede ser también una forma de no incomodar el statu quo de
cierta comunidad. ¿Acaso esta última cita no describe aun algo de nuestra
actualidad analítica? ¿Qué ha quedado de la sexualidad en la práctica? ¿Se ha
ahogado en la magra afirmación de que después de todo no hay relación sexual? Estar
a la altura, como si se pudiera estarlo. ¿Acaso es desde este “estar a la
altura” que un analista puede funcionar como tal?
La preocupación de
Lacan era la de que pueda haber analistas no tan castos, que se ocupen de las “bajezas”,
de los tropiezos, de estos desechos y de la mierda que cada analizante trae: “El
fin de mi enseñanza, pues bien, sería hacer psicoanalistas[1]
a la altura de esta función que se llama sujeto, porque se verifica que sólo a
partir de este punto de vista se comprende de qué se trata en el psicoanálisis”
(Lacan, 1967a, p. 61). Tal la expresión de Lacan, en la que enfatizo que allí
la altura en cuestión concierne a la subversión del sujeto, es decir, nada muy
políticamente correcto, ni a la altura de lo establecido. Y que, por otra parte,
el énfasis está puesto en “hacer psicoanalistas”.
Pero empecemos por el
lado del analista a la altura de la función sujeto. El sujeto en tanto efecto
del significante es el sujeto que “(...) está fabricado por cierto número de articulaciones
que se produjeron, y ha caído[2]
como un fruto maduro de la cadena significante. Ya cuando nace, nace de una
cadena significante –quizás complicada, en todo caso elaborada– a la que
precisamente subyace lo que llamamos el deseo de los padres. Aunque este deseo
haya sido justamente que no naciera, y sobre todo en ese caso, difícilmente se
pueda no tenerlo en cuenta en el hecho de su nacimiento” (Lacan, 1967a, p. 62).
Entonces, estar a la altura de esa subversión del sujeto podría leerse, en
primer lugar, como estar a la altura de esa caída constitutiva del sujeto como efecto
del significante y de sus posteriores tropiezos.
“El fin de mi
enseñanza sería hacer psicoanalistas.”[3]
Parece entonces que Lacan se pregunta menos por las alturas y más por esa
suerte de extraña “aberración” (Lacan, 1971-1972, p. 155) por la cual un
analizante llegado al final de su análisis –un analizado–, puede querer
volverse analista aun sabiendo por su propia experiencia cuál es el destino del
analista[4],
de ahí la pregunta de Lacan “cómo es que un analizante pueda tener alguna vez
ganas de volverse psicoanalista” (Lacan, 1971-1972, p. 63).
¿Por qué alguien habría
de querer ocupar ese lugar, luego de saber cómo eso termina? ¿Y cómo
termina?: “(...) él (el analista) termina representando para el sujeto eso a lo
que el progreso analítico debe finalmente hacerlo renunciar, es decir, ese
objeto a la vez privilegiado y objeto-desecho al que él mismo se unió. Se trata
de una posición dramática, puesto que al final es preciso que el analista sepa
él mismo eliminarse de este diálogo como algo que cae, y que cae para siempre.
Así, la disciplina que se impone a sí mismo es contraria a la de la autoridad
sabia.” (Lacan, 1967b, p. 142).
Se trataría entonces de imponerse
una disciplina de caídas, de una caída “para siempre”, no es frecuente que
hablemos de esto, ni tampoco de la “posición dramática” de un analista ni de
cómo logra conquistar esa “situación de depuración, de despojamiento” que lo
lleva a no ser más que “un hombre entre otros, que debe saber que no es saber
ni conciencia, sino que depende tanto del deseo del Otro como de su palabra”
(Lacan, 1967b, p. 143). Alguien que sólo llegó a saber de la potencia que puede
anidar en el agujero cernido de la impotencia, y que podrá vehiculizar entonces
un saber sobre eso (Lacan, 1971-1972, p. 24).
Entonces
para Lacan, que “haya oportunidad de analista” (Lacan 1971-1972, p. 44), que se
produzca esa aberración, es algo sumamente sin garantías, accidental.[5]
Habrá luego que ver si de esa oportunidad de que haya analista se pasa a hacer
de este acto “profesión actuante” (Lacan, 1967-1968, p. 18).
La pregunta por cómo
un analizado puede devenir analista atraviesa toda la obra de Lacan, con mucho
más fuerza a partir de 1967, en su seminario sobre el acto analítico que ya se
inicia con la novedad de su Proposición del 9 de octubre de 1967.
¿Cómo se forma un
analista dispuesto a leer al sujeto como efecto del significante y disponible a
caer en el final? Más que estar a la
altura, el asunto es el de cómo se hace un analista dispuesto a soportar ese
real insoportable de la experiencia analítica.
Tomaré este asunto
por el lado del acto analítico, especialmente en las elaboraciones de Lacan en
el seminario dedicado a este tema, en conversación con las charlas en
Sainte-Anne sobre el saber del psicoanalista.
El acto analítico y los otros
¿Qué es el acto
analítico? ¿Cómo diferenciar aquello que especifica al acto analítico y
diferenciarlo de otros tipos de actos? Esa pregunta persiste para Lacan durante
su enseñanza de 1967-1968. Porque es claro para él que puede haber muchas
formas del acto: el acto político, el acto revolucionario, el acto heroico, el
acto trágico, el acto notarial, el acto ilustrado, el acto ceremonial, el acto
tradicional, el acto meritorio o incluso el acto ejemplar, por mencionar sólo
algunas de las que evoca en ese trayecto de su enseñanza.
Pero Lacan está
interesado en hablarle a los analistas e interrogar el acto analítico. De los
otros tipos de actos sólo queda la mención, incluso en pleno mayo del `68. Y queda
alguna ¿humorada?, como la de la última clase del seminario sobre el acto, del
15 de mayo del 68. Allí, Lacan comenta el encuentro con una de los cabecillas
de las protestas que pocos días antes habían desmontado parte de las calles del
quartier latin para armar las barricadas. Uno de esos líderes interpeló
a los analistas que formaban parte de la Escuela Freudiana de París acerca de
qué es lo que la insurrección podría esperar de ellos. Lacan revisita ese
diálogo y considera que esa es una forma “absolutamente loca” de plantear la
pregunta, en cambio afirma: “Me canso de decir que los psicoanalistas deberían
esperar algo de la insurrección”, y añade: “¿Qué querría esperar de nosotros la
insurrección? La insurrección les respondió: ¡Por ahora lo que esperamos de
ustedes es que nos ayuden a tirar ladrillos!” (Lacan, 1967-1968, p. 183). Lacan
hace el chiste del ladrillo como objeto a, pero es otra la función que
en el análisis espera de ese objeto y también de los analistas. Es esa
diferencia, esa reversión entre lo que se espera de los analistas ante la
insurrección y lo que los analistas esperan de la insurrección aquello que me
interesa resaltar.
Incluso Lacan se
atreve a decir que firmar las solicitadas de la protesta a título de
psicoanalistas le parece una manera demasiado cómoda de considerarse como
habiendo cumplido con los acontecimientos, creer por eso haber estado a la
altura de estos. La comodidad de estar a la altura de los acontecimientos no lo
conforma, no es más revolucionario que retornar al punto de partida (Lacan,
1967a, p. 6). Lacan esperaba otra cosa de los analistas y no meramente que
estén a la altura de la época: “(...) tal vez llegue un momento en el que se
descubra que el psicoanalista puede dar un lugar en la sociedad (...) se volverá
algo cada vez más útil de preservar en medio del movimiento cada vez más
acelerado en el que entra nuestro mundo” (Lacan, 1967a, p. 69). Pero el asunto
sigue siendo entonces cómo se hacen los psicoanalistas, de qué están hechos, y
no tanto si están a la altura o no. Un analista no se es ni se nace, se hace.
Quizás retomar algunos
hitos del seminario sobre el acto nos permita balizar su especificidad. Sin
antes resaltar que es un seminario que se inicia casi inmediatamente después de
la presentación de la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el analista
de la escuela y que, en el curso del seminario, Lacan arriesga otra
innovación: la de crear una publicación de escuela cuyos artículos no serían
firmados en nombre propio –la revista Scilicet–. Los entiendo como dos
actos que intentan renovar en algo la práctica del psicoanálisis en ese momento
y poner en cuestión lo que regía hasta entonces sobre el psicoanálisis llamado “didáctico”
y también sobre la transmisión.
Lacan imaginaba otras
formas de demostrar la calificación del analista que no fueran las de la
autopromoción ni las de la promoción institucional ritualizada. También
pretendía innovar en la política de las publicaciones, desanudarlas un poco del
nombre propio, sin que eso signifique caer en el anonimato. Había entonces una
interrogación acerca de los efectos de idealización de la posición social del
analista, los efectos de consagración e incluso acerca de qué podía exigirse de
la vida privada de los analistas (¿acaso que lleven una vida “feliz”, que no se
angustien o que estén a la altura de los acontecimientos?).
Que haya analista no
va de suyo, no es evidente ¿qué tendría que ocurrir para que sea posible,
cuáles son las consecuencias de acto que implica la existencia del analista?
El acto analítico es
algo bien extraño, no es un acto del que alguien pueda apropiarse y anidar
allí. No hay dueño ni presencia del sujeto en el acto. Lacan lo define por un
decir que suscita un deseo nuevo, instituye un comienzo al franquear cierto
umbral y sólo puede ser leído après-coup. Pero esto no es lo que hace
del acto un acto analítico, podría decirse eso de todo acto.
Lo que especifica al
acto analítico es que el analista está en posición de soportar la transferencia
cuyo nudo es el Sujeto supuesto al Saber (Lacan, 1967-1968, p. 63). Fuera de la
transferencia no hay acto analítico (Lacan, 1967-1968, p. 32). Sólo un analista
puede inaugurar en un comienzo las condiciones del análisis: el cumplimiento de
la regla fundamental. Inicia así otra forma de hablar, un nuevo lazo social,
hace emerger la otra escena. Sólo un analista puede autorizar, soportando la
transferencia, ese inicio. El trayecto correrá a cuenta del analizante, que
tiene que “hacer la prueba de perderse y reencontrarse” (Lacan, 1967-1968, p. 99).
Lo curioso de todo
esto es que un analista autoriza esa entrada sabiendo lo que ocurrirá a la
salida. El acto de fe renovado en el Sujeto supuesto al Saber tendrá un destino
de caída, de reducción, “en el análisis se trata de borrar del mapa la función
del Sujeto supuesto al Saber” (Lacan, 1967-1968, p. 103). Un analista ya sabe
por la experiencia de su propio análisis cuál es el destino del recorrido: el
Sujeto supuesto al Saber cae, no queda más que soportar encorps[6]
e instalar el objeto a en el lugar del semblante y
constatar que aún causa el deseo, de eso se trata en el discurso analítico. Eso
es un golpe, un golpe al analista, un shock, como una suerte de trauma del
nacimiento del analista, esa situación de despojamiento que evocábamos al
comienzo. Quien deviene analista luego de un análisis ya sabe cuál es el
destino al final: ser arrojado, eyectado, expulsado, depuesto, para luego
volver a aceptar relanzar ese juego.
Sin dudas esto es
algo muy raro, incluso Lacan dice que proponerse como analista es la “consecuencia
más extraña del acto analítico” (Lacan, 1967-1968, p. 106).
El destino del
analista se aparta de la idealización o incluso de la consagración. Lo curioso
es que se renueve ese acto aun sabiendo cuáles han sido las consecuencias. Instalar
el objeto a en el lugar del semblante está en el corazón del nudo
transferencial: renovación inicial del acto de fe en el Sujeto supuesto al
Saber apuntando a su reducción, a su suspensión, al des-ser, al desmontaje del
todo, al no desear lo imposible.
Ya vemos que el acto
analítico no es un acto como los demás, sino que es un acto de una “estructura
bastante excepcional” (Lacan, 1967-1968, p. 74) que no conduce a ninguna
auto-promoción ni consagración, pero posibilita afirmarse de otra forma en el
deseo. Esa “elección” (Lacan, 1967-1968, p. 165) que puede llevar a la
instauración del acto analítico en el final puede no ser querida ni asumida,
sino resistida.
No hay analista sin
ese “habiendo sido analizante”, pero puede haber analizantes que al final de su
recorrido se encuentren en otros destinos, otros actos y no actos analíticos.
Una cosa son las condiciones de posibilidad, la oportunidad de que haya analista
y otra cosa es que se quiera hacer profesión de ese acto analítico que implica
soportar instalar al objeto causa del deseo en el lugar del semblante y
propiciar así la transferencia. Hay ahí un salto, una “abertura hiante”, ante
la que algunos decidirán saltar y otros no: “El acto psicoanalítico, ni visto
ni conocido fuera de nosotros, es decir jamás situado, menos aun puesto en
cuestión, lo suponemos en el momento electivo donde el psicoanalizante pasa al
psicoanalista” (Lacan, 1969, p. 375), en ese momento en que en el final se
destituye el sujeto que se instauró en un comienzo. Hay elección.
De ahí que la
cuestión de la formación de los analistas esté lejos de resolverse en la
autoritualización, aun habiendo habido analizante y habiendo habido final quedará
la interrogación sobre el origen del deseo del analista –la “umbilicación del
sujeto a nivel de su querer” (Lacan, 1967-1968, p. 188), queda la pregunta por
esos “efectos de azar cicatrizados” de cómo cada analista se puso a prueba en
la extrema dificultad de la sexualidad y la muerte (Lacan, 1966-1967, p. 237).
Si quiere lo que desea, si aceptó perderse para reencontrarse y si al
reencontrarse quiere aquello nuevo que surgió, si logra “verificar la causa del
deseo” (Lacan, 1969, p. 375) en ese objeto expulsado.
Un golpe de tu dedo sobre el tambor descarga
todos los sentidos y comienza la nueva armonía.
Un paso tuyo es el alzamiento de nuevos hombres y
la hora en marcha.
Tu cabeza se aparta, el nuevo amor.
Tu cabeza se da vuelta, el nuevo amor.[7]
Es la fórmula del
acto para Lacan, en la poesía de Rimbaud. Si la función “más escabrosa” (Lacan,
1967-1968, p. 180) del analista es la de ocupar ese lugar, esa caída afirmante,
no se le pueden negar a los analistas las resistencias que quedan entonces en
suspenso alrededor del acto analítico.
De ahí la necesidad
de innovar instaurando esa prueba crucial que es el pase para poder interrogar cómo
se produce ese devenir analista, el origen de ese deseo extraterritorial.
El principio del pase como principio de escuela
En la nota a los
italianos de 1973 Lacan habla del principio del pase como principio de su
escuela e intenta avanzar en la interrogación de qué es lo que permitiría al
psicoanálisis sostenerse en el porvenir. Sabemos que va de suyo que el analista
se autoriza de sí mismo. La escuela no tiene por función impedir la
autorización de los analistas, que tampoco necesitan de la escuela para
autorizarse.
Ahora bien, el principio del pase está allí para recordar
que la escuela sí tiene que velar para que entre aquellos que se autorizan como
analistas, haya demostradamente analistas y no sólo analistas que funcionan
como tales, analistas “funcionarios”, como los llama en 1974.
El pase como
dispositivo invita a quien quiera intentar esa demostración, a la que a nadie
obliga. Es en este principio del pase que yace el resorte del porvenir de la
escuela y no meramente en el hecho de que existan analistas que se autorizan de
sí mismos. Esto puede sonar muy extremista. ¿Por qué la escuela no se conforma
simplemente con que haya cada vez más analistas que se autoricen de sí mismos?
¿Esa proliferación no garantizaría el futuro del psicoanálisis en nuestra
civilización? No, no basta para Lacan con que haya analistas funcionando como
tales, de los que saben “qué botón tocar”, sino que la apuesta de Lacan es a
verificar en el dispositivo la emergencia de un deseo inédito, el deseo del
analista.
En la nota a los
italianos, Lacan parece precisar que ese deseo inédito no se desprende
necesariamente del final del análisis. Puede haber habido análisis que no haya
producido el advenimiento de ese deseo o pudo haber análisis que se haya
detenido en la obtención de los efectos terapéuticos.
El análisis es
condición necesaria, pero no es suficiente. Lacan agrega que no habrá analista
si no le adviene el deseo de saber, convirtiéndolo así en desecho de una
humanidad que no desea saber. Pero además el advenimiento de ese deseo de saber
es algo que se ha visto puesto a prueba ya en el análisis. El análisis comienza
por un no querer saber, ¿cómo es que esto puede transformarse en un deseo de
saber, sobre todo si el análisis progresa bordeando la causa del horror de
saber? O sea que es además un deseo de saber que puede emerger en los márgenes
del horror y que puede llevar, sin embargo, al entusiasmo, a la alegría o a la
depresión. Este punto me parece crucial.
La tristeza también
contagia, también pasa. Lacan lo señala en la nota a los italianos, para
aquellos casos en que una candidatura es declinada cortésmente, que los
pasadores han dejado la cosa incierta, sugiere que la falta del pasante pudo
haber pasado a los pasadores y que la sesión continúa, pero teñida de
depresión. Seguramente no es ese el único caso en que una nominación no se
produce, pero retengo que la tristeza pasa, como pasa el entusiasmo, la alegría
y también la angustia. Y ante eso el analista cuenta con el acto y con una
posición peculiar que es la que el discurso analítico requiere para soportarse.
Vayamos entonces ahora
por el lado de las dificultades que pueden presentarse para un analista, dando
por sentado que un analista es no-todo analista y que, además, el discurso
analítico se soporta también del “encorps” del analista. Si poder
funcionar como analista no es algo ideal, desencarnado, sin cuerpo sino que
requiere de ese cuerpo aun, estamos en la necesidad de poder pensar cómo se
anima el discurso analítico de ese soporte corporal que tiene sus peculiares
marcas, sus efectos del azar cicatrizados que dan a ese decir, a esa forma de instalar
el objeto a en el lugar del semblante, su estilo peculiar.
Un analista está dispuesto a prestar su cuerpo al juego
transferencial, ¿cómo pensar entonces este soporte corporal del analista?
La angustia del analista y su deseo
Ser llevado al
entusiasmo luego de la travesía de un análisis que bordeó el horror de saber
deja al deseo del analista “bien fourbi” [Bien preparado, bien pulido].
Tomo esta expresión del seminario sobre la transferencia: tener a mano un deseo “bien preparado” para
que no se ponga en juego en el análisis la angustia del analista (Lacan,
1960-1961, p. 434).
En el seminario de
1962, Lacan se sorprende de que la angustia del analista no sea algo que
concierna a los analistas en ese momento, “y sin embargo debería”, agrega,
porque la angustia del analista “está en la lógica de las cosas” (Lacan,
1962-1963, p. 13), es parte del asunto. ¿Cuánto de ella el analista puede
soportar? La angustia no es algo meramente “interno” al sujeto, no es que está
la angustia del sujeto y la angustia del analista. Podríamos decir que la
angustia es social. Sobre todo para el neurótico, que opera al respecto como un
“vaso comunicante”, expresión que Lacan toma prestada de Breton. Entonces está
la angustia del analizante al que recibimos, pero también cuenta la angustia de
quienes lo rodean y además cuenta nuestra propia angustia.
No sólo hay en la experiencia analítica una
comunicación de inconsciente a inconsciente, sino que hay también una comunicación de la angustia. ¿Quién de
nosotros no se ha encontrado en esa situación al trabajar en una urgencia, aún
más en estos tiempos de pandemia? Responder a la urgencia en forma angustiante
inyecta un plus de angustia a la situación... un plus creado “artificialmente”
por esa respuesta.
La angustia no es
individual, es bien social, se comunica, se traspasa, impacta en otros cuerpos.
¿Cuánto de ella soportará el sujeto y cuánto podrá soportar su entorno?
Ahora bien, para
Lacan, la angustia del analista no debe entrar en el juego del análisis: “El
análisis debe ser aséptico en lo que concierne a la angustia del analista”
(Lacan, 1960-1961, p. 430).
¿Cuál sería la
formación del analista como para que su angustia no entre en juego en el
análisis, como para que el dispositivo se mantenga exento de la angustia del
analista? ¿En qué estado actual con respecto al deseo se encuentra el analista
como para que no surja su angustia en los análisis que causa?
Lacan plantea que esa
emergencia de la angustia señala una suerte de interrupción en el sostén del
deseo, una interrupción o una vacilación en esa seguridad que se extraía de la
fantasía como soporte del deseo. En esos casos, la angustia se convierte en la
forma más radical de sostener aun al deseo, es como la señal de advertencia que
se enciende para indicar que sólo nos
queda la reserva de combustible para continuar en camino (sin saber si hay
estación de servicio a la vista). La angustia puede ser entonces una forma de
sostén del deseo, pero es una forma radical, última, extrema, que señala que
otras formas del soporte del deseo han vacilado.
Y Lacan es bastante
taxativo al decir que un analista renuncia a esa forma del sostén del deseo en
la angustia. Es la Versagung que se espera de un
analista: podría poner en juego su angustia, pero renuncia a ello. Un analista
opera en el registro de esta Versagung
primordial. Está provisto de un deseo bien preparado, un deseo que opera como
remedio ante la angustia y que emerge por transformación de lo caído, de lo
perdido.
¿Qué mutación se ha
producido en la economía de su deseo como para poder operar en este registro de
una Versagung fundamental? ¿Cómo
adviene ese deseo que Lacan califica de un deseo “bien fourbi”? o
incluso de un “deseo más fuerte” que “el de querer tomar al paciente en sus
brazos o el de querer tirarlo por la ventana” (Lacan, 1960-1961, p. 225). Un
deseo más fuerte que le extirpa a la angustia su certeza y la convierte en
envión para el acto. ¿Por qué llamarlo deseo “más fuerte”? Creo que el deseo
del analista extrae su fuerza y su potencia de todas esas fuentes otrora
erotizadas que fueron perdiendo el valor de uso que les daba el síntoma. El
deseo del analista es un deseo fortalecido, afirmado, sabe hacer del deseo un
remedio a la angustia, es un deseo con potencia de acto.
Quizás el trabajo de
hystorización al que convoca el pase permita trazar una suerte de orografía de la angustia de un analista,
conocer los puntos de su emergencia. Haber intentado cernir la causa de su
propio horror de saber tal vez posibilite cernir algunos litorales, algunos
bordes de esta orografía: sus relieves, los surcos erosionados, las cuencas,
los agujeros, los insoportables de cada uno, aquellos de los cuales, aun
habiendo avanzado mucho en el análisis todavía no se quiere saber.
¿Qué tanto cada
analista se pone a salvo de eso, se defiende? ¿Hasta dónde está dispuesto a
avanzar en la interrogación de un ser? ¿Hasta dónde intenta resguardarse de su
propio horror de saber? Entiendo que la actitud defensiva ante eso lo vuelve
aun más horroroso, por desconocido. Quizás lo que logra cernirse del propio
horror de saber tan sólo bordea alguna forma del “sería mejor no haber nacido”,
de la contingencia de nuestra inefable y estúpida existencia. Eso está más
cerca de la caída que de la consagración de haber estado a la altura, o en todo
caso inaugura un estar a la altura que surge de esos tropiezos, “(...) los
analistas son por sí mismos quienes más pueden caer bajo el peso de esta
designación del tropiezo.” (Lacan, 1967-1968, p. 44).
Un final
Un analista renuncia
a sostener su deseo en la angustia, renuncia también a continuar sosteniéndolo
de la verdad mentirosa de la fantasía, renuncia a desear lo imposible y a
regodearse en la tristeza o en la angustia. Ya no se cree ni inmortal ni indestructible.
Tal vez algo cambió de su relación a la finitud. Renuncia también al ideal del
analista de cada época: aquel que no se angustia, que está siempre a la altura
del acto, que todo lo puede, adquiere un saber de la impotencia. Eso es un
duelo. Para estar a la altura de escuchar al sujeto habrá sido necesario llegar
al punto en que se captó la falla de la función del Sujeto supuesto al Saber y
no sólo eso, haber duelado esa caída y salir de allí entusiasmado por ese saber
ser desecho, al punto de elevarlo a la dignidad de una causa en la que pueda
trabajarse con otros a partir de lo que ha quedado de esos restos sintomáticos
de cada uno.
Me pregunto
entonces, ¿cómo se sostiene el deseo del analizado devenido analista, de aquel
que ha transitado la travesía de la fantasía (que no por ser atravesada cae,
aunque se revele su artificio)? ¿Ya no se sostiene en la irrealización que esa
verdad mentirosa promueve? ¿Se sostiene acaso de los actos? ¿Son los actos
sostenes posible del deseo? ¿O el deseo del analista encuentra su sostén en
saber ser un desecho, en saber transformar ese resto en causa? La causa llama a
algunos otros, no es solitaria, contagia ¿Se encuentra en la escuela una nueva
forma de sostén del deseo para los analistas?
Hoy más que nunca, en
estas épocas que se tiñeron por momentos de angustia, incertidumbre y tristeza,
somos responsables de nuestro saber hacer como analistas: apostar a que se
inaugure la otra escena y que se sostenga la travesía hasta su caída final.
Referencias bibliográficas
-Lacan, J. (1960-1961). Le séminaire. Livre VIII. Le transfert. Paris:
Seuil.
-Lacan, J. (1962-1963). Le séminaire. Livre X. L'angoisse. Paris:
Seuil.
-Lacan, J.
(1966-1967). El seminario. Libro XIV. La lógica del fantasma. Inédito. Traducción de Rodríguez Ponte.
-Lacan, J. (1967a). Lugar, origen y fin de mi enseñanza. En J. Lacan. Mi
enseñanza. Buenos Aires: Paidós, 2007, p. 12-76.
-Lacan, J. (1967b).
Entonces, habrán escuchado a Lacan. En
J. Lacan. Mi enseñanza. Buenos Aires: Paidós, 2007, p. 117- 143.
-Lacan, J. (1967-1968). El seminario. Libro XV. El acto
psicoanalítico. Inédito. Traducción de Rodríguez Ponte.
-Lacan, J. (1969). L'acte psychanalytique, In J. Lacan, Autres
écrits, Paris: Seuil, 2001, p. 375-386.
-Lacan, J. (1971-1972a). El saber del psicoanalista. Charlas en
Sainte-Anne. Inédito. Traducción de Rodríguez Ponte.
-Lacan, J. (1971-1972b). Le séminaire. Livre XIX. ...ou pire. Paris: Seuil, 2011.
-Lacan, J. (1973). Note italienne. In J. Lacan, Autres écrits,
Paris: Seuil, 2001, p. 307-312.
-Lacan, J. (1974). Nota que J. Lacan dirige personalmente a aquellos
que eran susceptibles de designar pasadores. Inédito.
[1] El
subrayado es mío.
[2] El
subrayado es mío.
[3] El
subrayado es mío.
[4] “Como lo aclaré a menudo, esta
experiencia del pase es simplemente lo que les propongo a quienes son bastante
sacrificados para exponerse a eso a los fines de tener información sobre un
punto muy delicado y que consiste en suma en que, lo que se afirma del modo más
seguro, es que resulta totalmente a-normal (objeto a normal) que alguien
que hace un psicoanálisis quiera ser psicoanalista. Ahí hace falta
verdaderamente una especie de aberración que vale, que valía la pena que fuera
ofrecida a todo cuanto podíamos reunir como testimonio. Indudablemente por eso
es que instituí provisoriamente este intento de recolección para saber por qué
alguien, que sabe lo que es el psicoanálisis por su didáctico, puede todavía
querer ser analista.” (Lacan, 1971-1972, 01/06/72, p. 155).
[5] “Todo gira en torno al hecho de que la función del psicoanalista no es
algo evidente, no cae de su peso en lo que hace a darle su estatuto, sus
costumbres, sus referencias y, justamente, su lugar en el mundo.” (Lacan, 1967a,
p. 15).
[6] Expresión que, en francés, conjuga “en cuerpo” y aun. (Lacan 1971-1972, p. 231)
[7] A.
Rimbaud. “A una razón”.